Desastres y riesgos en la Ciudad de México y su capacidad de resiliencia

por | Oct 31, 2018 | Noticias | 0 Comentarios

Por Chessil Dohvehnain

Después de 1985, pasaron más de 30 años para que se presentara un evento sísmico semejante que permitiera replantear la necesidad de pensar con mayor detenimiento lo que implica para una de las ciudades más pobladas del mundo, lo que significa su constante situación de riesgo.

El libro Escenarios de riesgos y desastres por sismos e inundaciones en la zona metropolitana de la Ciudad de México (Colsan-UAA, 2017), del investigador Jorge Damián Morán Escamilla, presenta un análisis novedoso en el que investiga las variables que posibilitan la recurrencia de los escenarios de desastres y riesgos en el centro de México, por sismos e inundaciones, así como sus capacidades de resiliencia (reconstrucción y recuperación) desde el estudio de la complejidad de los espacios urbanos.

Jorge Damián Morán es doctor en ciencias sociales con especialidad en sociología por El Colegio de México (Colmex) y actual catedrático Conacyt adscrito al Programa Agua y Sociedad de El Colegio de San Luis (Colsan) dentro del proyecto Agenda social del agua, el cual se enfoca en el estudio de problemas sociales relacionados con fenómenos hidrometeorológicos y desastres.

“Es resultado de un interés que surge a partir de que trabajé en la evaluación del Fondo para la Prevención de Desastres Naturales (Fopreden) y eso me permitió pensar el tema de los desastres y abordarlo desde las ciencias sociales. En ese momento no se habían presentado los sismos de 2017, por lo tanto el tema solo se centraba a los que se podrían presentar por ambos escenarios; entendí que esa zona es propensa a estos sucesos y que en el caso de los sismos hay una periodicidad que no se puede predecir, pero que en el caso de las inundaciones, es un fenómeno que se presenta cada año”, comenta en entrevista.

Algo más que solo naturaleza

Para Damián Moran la compleja estructura social de la CDMX es necesario analizarla en su justa dimensión.

Para él, las condiciones del espacio urbano de la Ciudad de México, de donde es originario, imposibilitan eliminar las condiciones de riesgo. Y es que es ampliamente conocido que la ciudad se encuentra asentada en una cuenca endorreica o cerrada que no tiene forma de sacar naturalmente el agua que cae de las precipitaciones. Estas condiciones propician distintos grados de inestabilidad en los suelos, que permiten que los sismos sean experimentados de manera intensa en la Ciudad de México, la cual sísmicamente se clasifica en tres áreas con base en la intensidad que alcanza el movimiento sísmico.

“En la época colonial se planteó mover la capital hacia Puebla o hacia Coyoacán, que era una zona menos susceptible a inundaciones. Pero cuando lees los relatos de los historiadores, te das cuenta de que se mantuvo ahí por cuestiones políticas, ya que no se podía abandonar el espacio simbólico en el que se edificó una nueva ciudad sobre las ruinas de Tenochtitlan. Era necesario mantener la hegemonía, ya que se había invertido una gran cantidad de dinero en los edificios, y en términos económicos no era redituable construir la ciudad en otro espacio diferente”.

Esta situación histórica  contrasta con los testimonios de muchas de las personas que han sobrevivido no solo a los desastres relacionados con la ocurrencia de sismos y fenómenos hidrometeorológicos en la Ciudad de México, para quienes la movilidad y migración a otros espacios es difícil por cuestiones de disponibilidad de terreno y los altos costos que conlleva el cambio de residencia. Condiciones y decisiones que nada tienen que ver con la naturaleza, sino con la permanencia y el mantenimiento de relaciones sociales en las que tejen sus vidas las personas.

“Algunas imágenes —extraídas de una presentación realizada en un coloquio sobre los 30 años del sismo de 1985— muestran una casa que me encontré durante el trabajo de campo, con cuarteaduras donde la luz traspasa por ellas, y la persona que ahí vive te explica que su única opción de movilidad es irse a residir en el Estado de México. Esto, en promedio, representaría  dos horas y media de traslado de ida y vuelta con fines de trabajo, lo que significaría la pérdida diaria de cinco horas, que las persona no está dispuesta a perder por un fenómeno que ni siquiera se tiene la certeza de cuándo va a pasar”, reflexiona el investigador.

Después de 1985, pasaron más de 30 años para que se presentara un evento sísmico semejante que permitiera replantear la necesidad de pensar con mayor detenimiento lo que implica para una de las ciudades más pobladas del mundo, lo que significa su constante situación de riesgo. Los bienes materiales y los vínculos que nuestra sociedad teje con ellos por cuestiones de afectividad, en ocasiones circunscriben y limitan la movilidad de la gran mayoría de las personas ante estos escenarios.

“A diferencia de la cultura norteamericana, donde las cosas se caen y se vuelven a edificar o reemplazar, nosotros generamos muchos vínculos con el espacio, el entorno, las personas, y eso hace mucho más complicado el irse. A esta situación agrégale que de esos 20 millones que confluyen en la capital del país, cerca de 12 millones no viven en la Ciudad de México, sino en el Estado de México, en Pachuca, en Morelos, entonces una parte de su vida está en la capital, durante el día, y la otra en casa, por la noche”.

Para comprender el riesgo y el desastre es necesario entender la forma en que las personas los perciben: la construcción científica, política, cultural que cada sociedad realiza sobre ellos, así como las formas en que se materializa. Estas son dimensiones fundamentales que la investigación de Jorge Damián Morán permite comprender. Ello hace que la situación en la zona metropolitana de la Ciudad de México sea mucho más compleja de lo que se cree, por lo que su comprensión cabal necesita de otro tipo de enfoque, sobre las formas en que se puede construir socialmente el desastre y el riesgo ante una realidad caracterizada por la confluencia de amenazas múltiples.

La construcción social del riesgo y el desastre: una advertencia sociológica

Según información del Servicio Sismológico Nacional (SSN) y de otras fuentes, vertida en la investigación del doctor Jorge Damián Morán, en los últimos cien años se presentaron 19 eventos sísmicos en la Ciudad de México con magnitudes mayores a los siete grados. Cada uno con epicentros distintos, distancias variables y daños de diferente índole en momentos en que la población creció desde las 661 mil 506 personas que había en el año de 1907, a las cerca de 20 millones que habitaban la zona metropolitana en 2012, cuando un sismo de 7.4 grados afectó la línea A del metro.

Además de los otros 11 sismos menores o iguales a los siete grados de magnitud que también se han presentado de forma local en la Ciudad de México, y que no por ello dejaron de causar estragos en la población y su seguridad.

La falta de información es un gran problema, ya que existen muchas personas que desconocen sobre los riesgos que enfrentan, a pesar de existir registros sobre la vulnerabilidad estructural de inmuebles, y un padrón de Protección Civil sobre inmuebles y colonias en riesgo por sismos e inundaciones. Sin embargo, más allá de lo que el supuesto “sentido común” debería dictar en torno a la responsabilidad civil, la estructura social y cultural en la que nos relacionamos los mexicanos es otro factor clave en torno a la construcción cultural de los desastres y los riesgos.

“Hay una estructura de subordinación donde la población no participa de manera activa en la prevención. Si tú ves el modelo de emergencia, observarás que la autoridad llega y repliega a la población, cuando la población también sabe qué hacer. Y si se les dotara de esa capacidad de acción y la autoridad fomentara la organización social, tendrían menos afectaciones y una población menos vulnerable. Ese es el modelo que tiene Cuba o Japón, por ejemplo”.

El investigador reflexiona que para los japoneses era sorprendente que los mexicanos no hubiéramos aprendido de las experiencias del pasado, aspecto que se constataba con la ausencia de estructuras de respuesta inmediata y de una población poco entrenada para la organización, de manera independiente del Estado. Para él, esa curva de 30 años de aprendizaje se perdió en gran medida por la conveniencia política que para el régimen del gobierno mexicano representa mantener a la población del país desorganizada y en relaciones de subordinación.

“Eso permite también seguir reproduciendo las estructuras sociales que tenemos. El gobernador, que es responsable en muchas ocasiones de las condiciones de vulnerabilidad y riesgo que tiene la población, aparece como el héroe cuando sucede el desastre entregando despensas y dádivas, sin asumir la responsabilidad que tiene de velar por la población. Por lo que dentro de lo que encontramos en el texto, y que se demostró el año pasado, es que en muchas de las zonas de la Ciudad de México, se empezaron a edificar inmuebles sin cumplir con las normas de construcción en materia de estructuras sismorresistentes. Las autoridades responsables de supervisar que se cumpliera con las normas no lo hicieron”.

Más allá de la potencial corrupción y falta de ética en una parte del sector empresarial dedicado al desarrollo inmobiliario, que se sospecha por la caída de estructuras que habían sido entregadas en tiempos recientes, como aseguran algunos estudios de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), también se tiene una autoridad cómplice que contribuye a crear escenarios de riesgo y vulnerabilidad.

“Las conclusiones en el libro (redactadas antes del sismo de 2017) decían que ante un evento como el de 1985 se presentaría un escenario de desastre similar al de esa fecha y… me hubiera gustado equivocarme pero lo que te muestra el 2017 es que si bien el evento no fue de la misma magnitud, hubo factores que lo volvieron una reedición de aquel septiembre de hace treinta años”.

Con las inundaciones, que son un fenómeno diferente a los sismos y con una periodicidad recurrente y hasta predecible, ocurre algo no muy distinto porque las variables estructurales de la sociedad que coadyuvan a construir culturalmente los riesgos y desastres son las mismas.

“Trato de generar una justa dimensión de responsabilidades. Las autoridades tienen una responsabilidad pero también la sociedad la tiene, claro que, a su vez, está la dinámica de la población en su vida cotidiana pero también el crecimiento y movilidad hacen que las personas, a veces, lo internalicen (los riesgos y el tipo de respuestas ante ellos). Además, algo que no se practica de manera constante suele olvidarse”.

Una población organizada y activa

De acuerdo con información del Sistema de Alerta Sísmica Mexicano (Sasmex), hasta 2011 el patrón de distribución de los sensores sísmicos se concentraba hacia el sureste del país, y hacia la costa del Pacífico, sobre todo en los estados de Oaxaca y Guerrero. Sin embargo, propuestas de expansión de esta distribución se han vuelto necesarias, buscando asignar sensores que extiendan el eje de monitoreo de la costa del Pacífico pasando por Michoacán, Colima, Jalisco, el extremo suroriental de Guanajuato, sur de Querétaro, Chiapas, Veracruz y el extremo sur de Zacatecas. ¿Y en cuanto a la población?

“No me gusta ese término pero ¿cómo hacer para que la sociedad se ’empodere’? Es parte de una forma de relacionarnos, vinculada con nuestra historia de dominación, y es difícil romper esas estructuras. Además la forma en que funciona el sistema sigue reproduciendo esos esquemas. Tenemos por ejemplo el Sistema Nacional de Protección Civil, y se han creado cosas novedosas que están a la vanguardia internacional, pero la forma en que responde la población es una evidencia de que seguimos siendo los mismos de hace veinte, treinta o cuarenta años. La población carece de las capacidades para enfrentarse a este tipo de situaciones”.

Para el investigador, una alternativa es clara. Y está, curiosamente, fundada en el hecho de que la población “se desborda” ante esos escenarios, aunque no conozca bien qué está haciendo, como lo demuestra la enorme cantidad de voluntarios no capacitados que intervinieron tanto en 2017 como en 1985.

“Necesitamos generar esa educación desde la escuela y en la vida cotidiana. Cuando tú llegas a un centro de espectáculos, por ejemplo, si tú eres consciente y ves que no hay extintores o salidas de emergencia, ya no regresas. Entonces empiezas a tomar en tus manos la responsabilidad que no solo es del dueño del lugar o de la autoridad que no lo ha clausurado, sino que tú también dices no. Ese es el otro camino que como ciudadanos también hay que recorrer”, concluye.

 

 

 

Publicado originalmente por Agencia Informativa Conacyt bajo una licencia de Reconocimiento 4.0 Internacional de Creative Commons.

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