Expediente Abierto
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Gobiernos “se van y nuevos llegan”, entre discursos que ofertan promesas a diestra y siniestra, siempre aderezados con frases tan ingeniosas que algunas, incluso, pueden llegar a ser muy convincentes en las propuestas que difunden.
Algunas de esas recurrentes promesas, que de ninguna manera pueden faltar, son las del combate a la corrupción que, en vía de crítica o hasta de amenaza, lanzan en contra de quienes renuncian o son “renunciados” de los cargos públicos que ejercieron durante el periodo de gobierno que llega a su fin, para ser relevados por quienes encabezarán una nueva administración.
Así se cumple la máxima de que “llegaron los buenos y se van los malos”, por supuesto, entre los malos que se van, siempre estarán quienes recibirán el muy duro calificativo de corruptos o, en el mejor de los casos, el de servidores públicos ineficientes que no supieron ejercer la tarea de gobernar o no fueron capaces de administrar correctamente los recursos públicos ejercidos bajo su encargo.
Esa repetitiva escena sexenal, evidentemente, desgasta la lucha anticorrupción, disminuyendo su credibilidad ante los ojos de los ciudadanos que, cansados de observar la millonaria y periódica distracción de recursos presupuestales, generalmente son escépticos de que, efectivamente, se entablará una genuina lucha por controlar y disminuir drásticamente el cáncer social de la corrupción.
En este contexto, en 2015 surgió el nuevo Sistema Nacional Anticorrupción (SNA), bajo el paradigma de una novedosa participación ciudadana, con derecho a presidir el mismo bajo la figura de Comités de Participación Ciudadana distribuidos a nivel nacional, pero a fuerza de ser sinceros, con escasas herramientas para en verdad guiarlo por exitosos derroteros en esa necesarísima lucha.
Ciertamente, no por el reconocimiento dentro de este nuevo sistema, del derecho humano de los ciudadanos de participar en la batalla anticorrupción, se prestigia en automático esa lucha que, si bien la sociedad la reconoce como indispensable, las muy malas experiencias sufridas por décadas la hacen observarla con un gran recelo.
El caso es que las reformas sobre el SNA han conducido a insistir en la exigencia de hacer efectivos los derechos de vivir en un ambiente libre de corrupción, de gozar de una buena administración pública, y que en este marco se materialice un adecuado uso y aplicación de los recursos públicos, mismos derechos que realmente siempre han estado inmersos entre normas constitucionales y legales, pero que hoy se destacan, esgrimen y se reclaman en múltiples foros a lo largo de nuestro país, basados en un renovado ímpetu, anclado en el derecho humano de participación ciudadana en los asuntos públicos.
No es necesario ser muy perspicaz para darse cuenta de que, sin éxito no hay prestigio; en otras palabras, el SNA debe mostrar eficiencia y eficacia en sus objetivos de prevención, detección y sanción de faltas administrativas y hechos de corrupción, así como en el mantenimiento de un adecuado control y fiscalización de recursos públicos para legitimarse ante la sociedad y obtener su reconocimiento y respaldo definitivo, de otra manera, no se prestigiará si no cumple esos concretos mandatos constitucionales que se asignaron a la estructura ciudadana y pública que abriga al sistema.
Con casi ocho años de operación del SNA, éste ha logrado estructurar una Política Nacional Anticorrupción (PNA) y su Programa de Implementación (PIPNA), que ahora el sistema debe mostrar que se aplican en el día a día y que en verdad sirven para dar resultados y otorgar respuestas concretas a los reclamos sociales, que siguen doliéndose de las múltiples facetas en que se desenvuelve el fenómeno de la corrupción, afectando patrimonios de todos tipos.