Desde la Urna

Al iniciar abril, persiste la indefinición sobre las normas que regirán en la elección de 2024. Lo único cierto es que la falta de acuerdo persistirá y hemos llegado a un momento en el que no hay una posible salida de consenso. El “Plan B” ha sido impugnado por diversos actores y la Corte tendrá que decidir al respecto. No es menor el hecho de que esta reforma electoral sea la más cuestionada en la larga historia de la transición a la democracia que inició México en 1977. La razón es muy simple: esta es la única reforma que no fue producto de una oposición activa, sino del gobierno; además, la votación en el Congreso de la Unión para aprobar los cambios sólo contó con la coalición de quienes apoyan al Presidente López Obrador. En materia electoral, la mayoría suele tener la voz cantante, pero siempre se prefirió el consenso sobre la imposición de las mayorías. Esta vez, no fue el caso.

Más allá de la forma en que se resuelvan todos los litigios sobre la constitucionalidad de las reformas, la realidad es que se rompió la continuidad del avance de la democracia mexicana. Sin duda, hay mucho que reformar de nuestro muy barroco sistema electoral. Después de todo, en la larga cadena de reformas electorales se conformaron todo tipo de candados para asegurarnos que el fraude quedaría erradicado. Los candados funcionaron, pero fueron muy costosos en términos económicos, al tiempo que los partidos se sintieron asfixiados por el celo de las autoridades electorales para garantizar la equidad en la contienda y la rendición de cuentas oportuna. En especial, fue muy complejo el proceso para acostumbrar a los partidos políticos a transparentar el destino del alto financiamiento que reciben del erario.

La paradoja es que, a ocho años de la reforma que transformó el Instituto Federal Electoral (IFE) en Instituto Nacional Electoral (INE), en 2014, la alternativa de cambio que se propone es minar la fortaleza de la autoridad electoral, golpeándola en su eje de flotación: el Servicio Profesional Electoral. Lo que los redactores del “Plan B” no entendieron es que ese golpe rompe la certeza en la que se basó cada elección desde 1990. La fortaleza del ganador siempre consistió en su legitimidad basada en una elección organizada por la estructura electoral profesional del IFE y del INE. Al tocar ese pilar, lo que se debilita es la legitimidad de quien gane cualquier elección futura, sin importar el partido del que provenga.

En materia electoral, la incertidumbre se despejará muy poco a poco, con sentencias como la que suspendió la destitución de Edmundo Jacobo Molina como Secretario Ejecutivo del INE. Sin embargo, el problema es que prevalece una gran divergencia entre lo que entiende por la democracia un sector de la sociedad, identificado con Morena, y la concepción que se construyó a lo largo de los últimos 40 años. La premisa es la misma: la soberanía reside en el pueblo. Sin embargo, la transición siempre buscó incluir a todos los sectores sociales en el proceso de toma de decisiones, principalmente en el Congreso de la Unión. Por ello, la Cámara de Diputados cuenta con 500 personas y la representación proporcional es una de las claves para que todas las fuerzas políticas estén representadas. Finalmente, la democracia debiera evitar que el poder se concentre y que todas las voces se expresen libremente.

Acudir a una elección sin el consenso sobre las reglas del juego lastimará aún más a la democracia y lo único que se avizora es una conflictiva política que había dejado de ser la pauta de los procesos electorales. Con ello se diluye la importancia del consenso como una fortaleza de las decisiones que toma el Estado. Ciertamente, no se puede alegar ilegalidad en las normas, salvo las inconstitucionalidades que decrete la Corte, pero ya se construyó un ánimo en el que los excluidos descalificarán cualquier política que provenga de una mayoría centralizada. ¿Era necesario hacerlo así?

Profesor Investigador de la Escuela de Ciencias Sociales y Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Twitter: @ArturoSanchezG Facebook: Arturo Sánchez Gutiérrez (figura pública)