Expediente Abierto

► Ecoturismo ♦ Opinión

En medio de tres grandes volcanes —el Pico de Orizaba, la Malinche y el Popocatépetl—, enclavado en el gran altiplano del central estado de Tlaxcala, custodios permanentes que otean un pueblo laborioso que contagia al visitante de un candor singular, y que con entusiasmo y una gran esperanza apuesta al desarrollo, el municipio de Terrenate, un nombre híbrido formado del náhuatl y el español que significa tierra del color de la masa, destila una dulzura tal que resulta solo comparable quizá con el aguamiel, que extraen de magueyes veteranos, gigantescos y absolutamente venerables. La miel que también produce este municipio agrega melosidad a esta zona.

En una visita a este municipio, que encabeza con diligencia Edgardo Olivares Cruz, se palpan las ganas y los esfuerzos cotidianos de los terrenenses, unos 15 mil, para mejorar las condiciones de vida de mujeres, hombres y niños. Los tres mil metros sobre el nivel del mar en que se ubica Terrenate inspiran a la grandeza.

Y a través de los magueyes y sus productos derivados, entre ellos las puntas que hacen de agujas y la fibra llamada ixtle en náhuatl —una especie de cáñamo útil en la tarea de zurcir, entre muchas otras actividades como la confección de prendas de vestir y calzado—, el aguamiel, el pulque, los curados de sabores diversos, entre ellos el betabel, de un rojo tan intenso como una manzana fragante. Y también a través de la agricultura, una práctica pródiga en bienes como el maíz, la alfalfa, la papa, el durazno y las malvas, entre otros frutos de la tierra. También a través de la ganadería, una actividad que Tlaxcala, para sorpresa de muchos, encabeza a escala nacional, con 39 haciendas ganaderas y sus toros de lidia y faena.

Se suman los artesanos, tejedores de piezas singulares en lana; los pintores como Mari Romero, una artista especial que agrega himnos, entre ellos el propio en lengua náhuatl de Tlaxcala, y cantos a sus obras, unas artísticas y otras que narran la historia de este pueblo pegado a la tradición histórica mexicana desde los tiempos de Hernán Cortés.

Un joven y talentoso cronista, Alfonso López, ilustra al visitante con las historias de sitios como la Hacienda de Tepeyahualco, propiedad de la familia Sánchez Bretón, pero también con leyendas típicas como la del charro del árbol del tejocote, o la narración sobre el Cristo de la Preciosa Sangre en Toluca de Guadalupe, una obra única de carácter religioso hecha con pasta de caña, con una antigüedad de al menos 300 años, cuya dimensión física alcanza los tres metros y sobrecoge al espectador por la inserción de cabello y uñas humanas, pero, sobre todo, por la expresión facial que refleja una entrega absoluta y los estigmas casi vivientes.

Esto es parte de Terrenate, un solaz y una tierra rica por su gente templada, esforzada y cálida, casi una isla podría decirse del altiplano mexicano, donde el maguey es al mismo tiempo raigambre, esfuerzo y fruto.

La danza de los cuchilleros, una expresión del rechazo a los patrones, los hacendados y aún los caciques de entonces, refleja la vitalidad de un pueblo que aún sojuzgado se rebela a su realidad, amarga en muchos casos en aquellos tiempos de peonaje y tienda de raya, y que nos recuerda la obligación, sí, la obligación, de oponerse, en algún grado al menos, a los estados de cosas adversos y contrarios al sueño y/o anhelo de preservar la dignidad y la libertad inherente a la vida.

*Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Maestro en Dirección Comercial. Su trabajo periodístico en México, América Latina, Europa y Asia ha sido publicado por diversos medios y agencias nacionales e internacionales.