Durante el mes de noviembre de 2016, los mexicanos aprendimos sobre la diferencia entre una elección directa y una indirecta. Después de los comicios del 8 de noviembre, se discute en Estados Unidos si debe cambiar su sistema al de “una persona, un voto” como lo tenemos en México. En ese escenario habría ganado la candidata demócrata. Sin embargo, las diferencias entre los dos sistemas son mucho más profundas.
A pesar de las protestas que suscitó el triunfo de Donald Trump, nadie reclamó un fraude en el proceso. A diferencia de México, el sistema estadounidense está basado en la confianza y por lo tanto no ha sido necesario desarrollar mecanismos complejos para evitar la manipulación de los votos. En Estados Unidos no existe un padrón electoral nacional vigilado por los partidos políticos, ni una credencial para votar con fotografía. En cada estado se registran los electores y normalmente votan con una identificación cualquiera; los funcionarios de casilla son voluntarios y las urnas electrónicas cuentan los votos sin más.
Con todo, por primera vez ocurrieron dos fenómenos que hicieron pensar en la conveniencia de mejorar las leyes: Trump advirtió de un posible fraude por electores que podrían votar hasta tres veces, y el candidato republicano no hizo explícito que reconocería el resultado electoral. Ambos fenómenos podrían haber ocurrido.
En el vecino país las autoridades de cada estado levantan la lista de electores. Ello posibilita, según mencionó Trump en campaña, que un elector se registre en dos o más estados. En consecuencia podría votar tres veces: una o dos veces por correo en dos entidades, y otra vez el día de la jornada electoral. Pero la pregunta es: ¿para qué lo haría?, ¿quién organizaría algo así? Los intereses del elector se quedan en las fronteras de su estado, de donde vive y de donde surgen los representantes que lo defenderán en el Congreso y ante las autoridades locales. Eso sí, las multas y sanciones por hacer un fraude son muy altas.
Sin embargo, también allá la democracia ha generado una insatisfacción en la elección y en las políticas que han impulsado sus gobernantes. Por esa razón el abstencionismo es de 50 por ciento y el elector no piensa en los partidos como unidades ideológicas con proyectos de nación muy diferenciados. Lo que impera para decidir el voto es la memoria del ciudadano sobre su experiencia reciente ante sus autoridades; ciertamente en esa materia, los últimos años no han traído buenas noticias para la inmensa clase media en muchos estados, además de la crisis financiera de 2008, cuyos efectos se vivieron en la administración de Barack Obama.
El discurso de Trump fue efectivo porque supo poner en dilemas maniqueos lo que muchos norteamericanos viven como problemas: el desempleo, la falta de nuevas oportunidades, las hipotecas para la vivienda, entre otros. Estos temas fueron sintetizados en el discurso como la construcción de culpables a los que hay que combatir, como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), la inmigración ilegal de mexicanos o la salida de empresas del territorio estadounidense que generan empleos fuera del país. No importó que el discurso generara una actitud de exclusión y discriminación. Lo que importó fue que la imagen de “volver a hacer grande al país” llegó como alternativa viable a quienes no ven en el stablishment una solución a sus problemas.
En consecuencia, la democracia está en la mira porque “votar por el menos malo”, sin ideologías y proyectos bien difundidos, genera resultados inesperados, como el mismo triunfo de Trump, y un sentimiento de insatisfacción que se acumula en cada elección. La sociedad está muy polarizada, en parte insatisfecha y en otra parte con expectativas de cambio, aunque ello implique tratar de construir un muro.
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