No se puede evitar. El Presupuesto Base Cero provoca posiciones encontradas. El solo concepto significa, por un lado, la esperanza de que el país al fin se encamine hacia un ejercicio eficiente y transparente del gasto público; pero por otro, la incertidumbre de que el Gobierno Federal esté siendo realista, al imponerse la apresurada obligación de entregarlo en septiembre próximo e implementarlo en 2016. El gran riesgo es que, con tan poco tiempo de por medio, el nuevo esquema se apruebe con inconsistencias en su contenido y en las herramientas para su ejecución.
Veamos reverso y anverso de esta moneda, que está en el aire desde el 30 de enero pasado, día en que el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, anunció que en adelante el dinero público se gastará de una manera distinta.
A partir del año entrante, un Presupuesto Base Cero determinará, con base en el logro de objetivos y resultados, montos y partidas que irán para las distintas dependencias y programas. El presupuesto ya no aumentará inercialmente; ahora cada entidad deberá demostrar que el dinero que se les asigna impacta favorablemente en el bienestar de la población y en las causas para las que fue destinado.
Es un hecho que el incremento inercial que el gasto público registra año con año no ha ayudado al crecimiento económico, ni ha disminuido la pobreza. También es una realidad que el gobierno ha gastado mucho y mal.
Nadie duda que ese dinero hace mucho más falta para elevar los estándares de nuestros sistemas de salud y educativo, por mencionar sólo un par de ejemplos.
Así que cualquier medida que reduzca el dispendio y elimine el uso superfluo de recursos públicos debe ser aplaudida. Lamentablemente, este gobierno que propone diseñar un presupuesto que priorice programas sociales y que por primera vez asigne montos sólo a programas y dependencias que demuestren resultados transparentes, es el mismo al que se le adjudica el mayor nivel de gastos de viaje y representación en décadas, el que obtiene casas en forma poco clara, el que se sirve de insumos públicos para uso privado y el mismo que en sus escasos tres años de gobierno, ha decidido suspender intempestivamente grandes proyectos de inversión en infraestructura, que de haber continuado, habrían sido un motor para generar una mayor actividad económica, más empleo y, en consecuencia, más ingresos para el gobierno.
En vez de ello, nos encontramos frente a una advertencia en la que “redistribución del gasto” tal vez signifique recortes severos.
En México, el gobierno es un gran consumidor, por lo que seguir la ruta de los recortes sólo acentuará la desaceleración económica que ya vimos en 2013 y 2014. Está en riesgo el empleo, la sobrevivencia de una extensa red de proveedores y la preservación del ingreso familiar. Construir un buen ambiente para negocios, particularmente medianos y pequeños parece no ser tan importante para esta administración.
El borrón y cuenta nueva sobre el presupuesto nacional no puede sino tomarse con reservas, debido, además, a la complejidad técnico-financiera (deben revisar con detalle el desempeño de casi 900 programas en muy poco tiempo), jurídica (por las regulaciones que deberán adecuarse para el nuevo ejercicio), pero sobre todo política.
Una hazaña como la que se propone el Presupuesto Base Cero implica sendas negociaciones y consensos. Convencer a sindicatos, gobernadores, alcaldes y a toda la intrincada red que compone la administración pública federal no será fácil.
Cierto que el Presupuesto Base Cero es una excelente oportunidad para que el gasto público sea más eficiente, pero la duda de que Hacienda y los legisladores sean eficaces al diseñarlo, prevalecerá hasta que nos demuestren lo contrario.
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